martes, 12 de agosto de 2008

Devoción Marinera


La calle principal se extiende paralela a la línea de playa, de ladera a ladera del valle.
Una calle y dos o tres callejas; unas cincuenta casas de pescadores, un colmadito, un bar y la ermita conforman esta pequeña villa marinera.

Tres kilómetros la separan de la carretera principal, el eje norte-sur de la isla. Un camino asfaltado, recto, corta el valle en dos y desemboca en la playa, como una letra T desproporcionada en su encuentro con la calle principal. Las ascéticas cabras nos ignoran indolentes al paso de nuestro coche. Qué comerán en estos barrancos pelados en donde el verde brilla por su ausencia?

Ante la playa de piedras y arena negra se abre la bahía azul intenso y los barquillos fondeados comienzan a engalanarse para acompañar la procesión de la Virgen del Carmen. Los patrones se afanan en baldear, colgar banderines, sobre los cascos recién pintados. Lanchas, chalanas y botes azules, rojos, verdes con nombres sonoros se van agrupando excitados alrededor del que este año tiene el honor de ser el que pasee a la Virgen.

La patrona de los pescadores, vestida de fiesta, ahogada entre el aroma y colorido de cientos de flores frescas, espera paciente el comienzo de la procesión, en una misa que se alarga hasta lo que parece el infinito. El cura, excitado ante la dimensión y lo presumiblemente efímero de su audiencia, se extiende en un interminable soliloquio carente de cualquier sentido práctico. El sol cegador va cediendo poco a poco y afloja el castigo a los sufridos parroquianos, mientras se deja caer lentamente tras las montañas.

Por fin sacan a la Virgen del Carmen, y entre oraciones y sonidos de timples y tambores. Se abre paso primero entre la multitud que se agolpa torpe a ambos lados de la calle. A mitad del recorrido de ida, ya se colocan estandarte, cura, músicos y los que cargan el trono de la virgen en cabeza y así hacen el recorrido de vuelta por la orilla de la playa. El viento se divierte enredando sotanas, manto, flores y estandarte, y a pesar de eso el grupo mantiene la compostura hasta llegar al punto de la playa en donde una chalana recoge a la Virgen y al cura, para llevarlos al barquillo de pesca que liderará la procesión.
Son momentos de tensión, de risas, de tropiezos, de imprecaciones contenidas y de carcajadas sonoras. Más de uno apuesta por una caída al agua del cura, que no llega a producirse.
La patrona embarca y comienza la danza de más de 50 embarcaciones que colorida y ruidosa da siete vueltas a la bahía. Los barcos, cargados de gente hasta los topes avanzan haciendo sonar campanas y bocinas de niebla. Los más jóvenes se dedican a salpicarse de unos barcos a otros.
Es una fiesta. Un caos náutico. Una borrachera de ruidos, olor a gasoil, agua y colores, que ahogan y disuaden de cualquier intento de recogimiento.

En un esfuerzo de introspección, coincidiendo con el último rayo de sol sobre la ladera, solicito a la Virgen del Carmen su protección marinera, para el FOLÍA y para todos los que navegamos con ella.
Miro cómplice a Esther, y se que está precisamente en el mismo proceso. Me sonríe y me hace un guiño.

De fondo, timples, guitarras y bandurrias delatan el arranque de una parranda en una de las terrazas sobre la playa. La magia continúa y se prolongará hasta bien entrada la noche.

Hasta Julio del 2009 Patrona. Nos encomendamos a tu protección.

jueves, 7 de agosto de 2008

Subiendo la escalera


Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija.

Julio Cortázar – Historias de Cronopios y Famas. (1962)

Tras encontrar accidentalmente tan completo manual de instrucciones, no puedo combatir la tentación de poner a prueba el aventurado experimento, y me pongo en marcha para buscar una sucesión de planos paralelos y perpendiculares (escalera) que ponga a prueba tanto la secuencia de comandos descrita anteriormente, como mi propia coordinación.
No tardo en encontrar una fenómeno topográfico muy similar al mencionado y con una combinación de nerviosismo y excitación ante el desafío me preparo para comenzar lo que dada la dirección ascendente del elemento, no puede ser otra cosa que una subida.
Respiro hondo y trato de poner bajo control esa sensación eléctrica que desde el estómago intenta paralizarme. Levanto la cabeza y trato de adivinar la distancia a la que me enfrento. Alineo mis pies. Primero uno y luego el otro antes de encarar el primer peldaño. Bajo ahora la cabeza y miro la punta de mi pie y de mi pie - no me atrevo a tratarlos en plural, no sea que esto me haga todavía más complicado el proceso de toma de decisión de cuál lleva la iniciativa, y cuál se tiene que limitar a seguir al primero.
Controlo la tentación de volver a mirar hacia arriba, y me concentro en levantar un pie. Me decido por el izquierdo. Bueno, en realidad creo que no decido nada, ya que en lo que me parece un alarde de voluntad propia, ya está en el aire, a unos veinte centímetros del suelo, antes de que me de tiempo de darle alguna orden. Bueno, no seré yo quien coarte la iniciativa del pie izquierdo, y me limito a confiar en que el pie derecho no saque a relucir su característico espíritu competitivo, en cuyo caso me iré al suelo, y tendré que abortar todo el proceso antes de haberlo comenzado.
El pie izquierdo apoyado en el primer escalón, espera paciente la llegada del derecho. Este no tarda en hacerlo y recupero la posición de partida, sólo que ahora unos centímetros más arriba y más adelante. Reviso las notas de Cortázar y confirmo que lo que acontece va en línea con la idea general. Me congratulo por mi rigor empírico y vuelvo a mirar mis pies.
Ahora, antes de que el pie izquierdo intente gobernarse solo, ordeno al derecho que sea él el que avance hasta el siguiente peldaño, lo que hace tras una leve duda. El izquierdo, veterano en estas lides, le sigue ágil hasta el nuevo hito que supone el peldaño número dos.
Encadeno varios movimientos continuos con el mismo espíritu equitativo para cada pie. Primero el pie izquierdo alcanza en escalón siguiente, y espera al pie derecho, que llega, reposa y avanza hasta un nuevo peldaño.
Voy acomodando la mirada. No hacia lo alto – en donde ya intuyo lo que podría ser un final de recorrido – ni tampoco hacia el suelo por el riesgo de que más que en una ayuda, se convierta en un lastre para la coordinación que los pies parecen ir controlando entre ellos mismos – una vez que yo les he marcado ritmo, orden y cadencia. La mirada al frente, levemente alzada parece ser la mejor opción y ahí la dejo.
Pronto me doy cuenta de que el que un pie espere al otro en cada escalón da lugar a un ritmo muy poco elegante. Pero claro, ahora que he conseguido que cada pie tenga un protagonismo similar, me da un poco de mal rollo cambiarles el tercio por una cuestión tan banal como la de pretender dotar de cierta elegancia al experimento. Pero como me siento azaroso y confiado con los resultados hasta el momento, me aventuro a dar una vuelta de tuerca al proceso.
Dejo que los dos pies se encuentren alineados en el mismo escalón – el quinto! – y aprieto la tecla de pausa, a lo que mis pies responden de forma inmediata y se quedan clavados. El desafío es conseguir un ritmo más fluido, pero al mismo tiempo tengo que evitar que cualquiera de los pies intente imponer su iniciativa sobre el otro, con el consiguiente riesgo de caída, que a estas alturas ya podría ser cuanto menos dolorosa.
El pie izquierdo vuelve a tomar la iniciativa, pero ahora el pie derecho, en vez de limitarse a seguirlo, se encamina presuroso hasta el peldaño siguiente. Fruto de la emoción, parece que voy a perder el equilibrio y mis brazos salen disparados desde mis costados hacia la pared, y se aferran a los tubos que parecen seguir en paralelo al plano inclinado sobre el que se apoyan los escalones.
Con el equilibrio recuperado encadeno varios movimientos ascendentes en donde cada pie va conquistando su propio escalón cada vez. No sólo se observa un ritmo más elegante, sino notablemente más rápido, y sorpredentemente más estable.
Antes de darme cuenta he llegado al final. Mi vista, que había conseguido mantener ligerísimamente elevada, ya me había anticipado segundos antes el éxito de la prueba.

Ahora no tengo duda. El destino me ha puesto delante estas instrucciones del señor Cortázar, que por fin me permiten llegar desde el salón de mi casa hasta mi estudio y así poderme sentar a escribir. La única duda que ahora me queda es… Cómo diablo había llegado hasta aquí???

(Dedicado a Mane… Gracias a su exigencia de que escribiera algo, aunque fuera simplemente sobre subir una escalera)

sábado, 2 de agosto de 2008

La playa y el puerto


A Miguel Cabrera le gustaba el sillón junto a la ventana en la habitación de su hija. La perspectiva completa de la playa y de su avenida, el fresquito, sin el azote inclemente del viento, el ruido amortiguado de las olas en la orilla, o el griterío en sordina de los chiquillos, eran todos los elementos que hacían de ese rincón una confortable atalaya, desde la que la vida del pueblo parecía filtrarse con un cierto sesgo de irrealidad.

Desde ese mismo sillón veo hoy amanecer sobre la playa. El sol comienza a encender la bruñida superficie del mar. El viento no hará su aparición hasta dentro de unas horas. Cuento nueve señoras en los casi mil metros de largo de la orilla de la playa. Caminan a buen ritmo en un ritual que repiten tempranito, cada mañana del año – excepto los domingos día en el que casi todas descansan. Alguna – comentan otras con cierto retintín – ha comenzado incluso a descansar los sábados. Qué falta de seriedad.

El lento ascenso del sol va disolviendo las sombras de las laderas que limitan el valle, y la playa se va vistiendo de dorados y añiles. El mar que estaba como un plato, comienza a rizarse, aunque todavía no saque sus penachos blancos que lo decorarán la mayor parte del día. Y las palmeras de la avenida se agitan, al principio perezosas hasta llegar al borde del síncope con los picos de viento del mediodía.

Dejo vagar mi atención a lo largo de la línea de la marea hasta el límite del puerto. El tosco espigón abriga, hacia el sur, al pequeño puerto pesquero y un poco más abajo, al puertito deportivo con sus ligeros pantalanes flotantes. En esa zona de perpetua languidez, dos presencias despiertan mis emociones con sentimientos profundos. Los barcos de los navegantes oceánicos. Siempre hay dos o tres haciendo un alto en su periplo atlántico hacia América. Observo sus barcos, el desorden milimétrico en sus cubiertas y trato de imaginar las singladuras que los han traído hasta aquí y las que les quedan hasta alcanzar los cálidos mares del Caribe.
En el dique principal, las barcas de Salvamento Marítimo se reponen, mientras se mecen adormecidas al sol de mediodía, de noches largas e intensas llenas de pateras al límite de sus fuerzas. Llenas de miradas blancas de terror sobre fondos negros. Crispados por el agotamiento y la desesperación. De muertos mezclados con los vivos, y de vivos que no entienden cómo no están muertos. Del frío paralizante que hiela la médula de los huesos y que amplifica el pánico hasta el infinito. Episodios de rescate que ocurren en la noche, como si se tratara de hacer coincidir el aldabonazo poco eficaz sobre nuestras conciencias, con la hora del telediario mientras disfrutamos de nuestra cena de primer mundo.

El mar comienza a levantarse rabioso por fuera de la punta norte que protege la playa. Desde los repetidores en su dorsal, a más de cien metros a pico de las olas, se aprecia claramente el contraste, y la línea que parece proyectarse desde la punta del cabo con la marejada a un lado y la relativa tranquilidad que en este momento rompe suave en una marea baja que aumenta en más de un tercio la superficie de la playa.

El sol cae a plomo sobre la avenida. Las fachadas blancas de los edificios de la primera línea reberberan una claridad que deslumbra. El fuerte alisio entra por el norte y barre la playa, despeina palmeras y tarajales, asola laderas, bulle por los callejones y silba insolente en los alféizares de las ventanas semiabiertas. Se lleva la arena, levanta el polvo, juguetea con una bolsa de plástico que hace caracolear alrededor de la fuente de la plaza. El viento en definitiva refresca el calor africano y se convierte en el señor del mediodía. Como decía aquel, con la retranca de los locales, al visitante que peleaba contra lo que en su tierra sería calificado de temporal: “…Y gracias al airito!”
A esta hora, la actividad humana en el exterior se reduce, y la playa, no ha visto a casi nadie desde los paseos de primera hora. El verdadero movimiento comenzará después de las cinco de la tarde, y se prolongará en la arena primero, y en la avenida después, hasta alrededor de las doce de la noche.

Dejo el sillón y me aparto de mi puesto de observación después de algunas horas.
El sol y el viento, agotados por ese pulso que mantienen durante horas cada día, comienzan a reducir su intensidad.
Bajo a la playa con Esther a darme un baño y un paseo por la playa y el puerto. Esta luz y la nitidez de los contornos en la distancia tienen un efecto hipnótico.